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"ENTERRANDO EL CADÁVER DEL SISTEMA"

“El gran capital ya ha agotado la etapa de economía de mercado y comienza a disciplinar a la sociedad para afrontar el caos que él mismo ha producido” (Silo, Sexta carta a mis amigos, 1993). ¿Qué hará la sociedad con quien ha producido dicho caos?
Fuente: MUNDO SIN GUERRAS y Sin Violencia · por Javier Tolcachier *
Publicado originalmente en AGENCIA PRESSENZA el 21 Agosto 2011, con plena vigencia

La acumulación de capital ha alcanzado niveles indigeribles. Dudamos de usar la palabra “impresionante”, ya que las cifras que se manifiestan en la actual concentración capitalista superan la capacidad sensorial a la que alude el vocablo “impresión” y no encuentran cabida en nuestro espacio de representación, espacio en el cual tratamos de formalizar en imágenes lo que se nos presenta como “realidad externa”. Está claro que hasta la capacidad abstractiva reniega de darse al esfuerzo de calcular cifras bi o trillonarias. Por ello elegimos un adjetivo visceral, el cual, proviniendo del mundo gástrico, nos sugiere por un lado la imagen de alguien que habiendo engullido todo, pretende aún acabar con lo poco que hay en el plato ajeno. Por otro lado, lo “indigerible” implica la automática repulsa orgánica a tal situación.
Está claro que este desequilibrio se debe a la especulación y la usura financiera, es decir, al comercio con el dinero, ya muy alejado de todo factor de producción real.
En tiempos de la Roma antigua, el dinero (denaro) eran monedas (acuñadas junto al templo del dios Juno Moneta) que servían para posibilitar el intercambio de bienes entre pueblos distintos y alejados entre sí. Del mismo modo, los romanos introdujeron normativas respecto a peso y medidas que permitían uniformar términos en las transacciones de un mundo imperial diverso. Con el tiempo, las monedas se fueron acumulando y fue necesario custodiarlas. Allí surge el negocio de la banca, que cobraba un precio por este servicio (como si fuera una moderna caja de seguridad).
Pero el sistema de poder surgido necesitaría siempre más monedas, para costear en general guerras y despilfarros, con lo cual acudía a esta banca a por préstamo. Estos préstamos tenían un precio, que era el interés que cobraba la banca por el servicio de prestar dinero ajeno. Además, dar crédito a los poderosos no siempre era tarea fácil (ya en esa época abundaba el descrédito, las muertes no previstas, los cambios de gobierno), por lo que los préstamos se garantizaban con propiedades que, en los muchos casos de incobrabilidad, pasaban a engrosar la propiedad de la banca. Con ello, en algunos pocos siglos, el sirviente (el que presta servicios) se transformó en dueño y señor. La banca no sólo poseía una gran parte de los activos de capital del mundo sino que además dictaba leyes, imponía gobiernos y modificaba la visión de la realidad con la apropiación de los medios de comunicación. Finalmente, esta institución definía el bien y el mal, lo que se debía hacer y lo que no. Esa banca reemplazaba la antigua función de los dioses, viviendo al igual que ellos del sacrificio humano.
El actual encuadre (o desencuadre) social llamado capitalismo se relaciona en tiempos modernos con las definiciones hechas por los pensadores ingleses Locke y Smith en el siglo XVII. Estos conceptos defendían el derecho a la propiedad individual, que en aquel momento eran un avance, una conquista social de las emergentes burguesías frente a la tiránica apropiación real o nobiliaria. Esta propiedad no dependía de cunas hereditarias y debía ser defendida del embate del poder despótico.
Claro está que ese mundo murió y sin embargo hoy, los defensores de la desigualdad a ultranza continúan esgrimiendo aquellos argumentos como si se tratara de perennes e idílicos mundos paradisíacos que deben permanecer intactos. El problema es mayor aún. En el corazón de los desposeídos todavía anida el deseo de posesión individual y es justamente ese paradigma el que impide que se pueda ver la raíz del asunto y proceder a su solución.
No hay solución al sistema actual. El capital financiero, al concentrarse en cada vez más quiméricas operaciones, ha dejado de cooperar con el sistema de producción, ha dejado de cooperar con la economía. Es más, succiona recursos imprescindibles para la subsistencia humana. Encarece los alimentos, la vivienda, el transporte. Su actividad es francamente criminal, aún cuando las leyes (dictadas por esbirros a sueldo) aún lo amparen formalmente. Por tanto, ha de ser tratado como tal. Es hora de enjuiciar y juzgar al malhechor, poner a la luz del día lo malévolo de sus fechorías y comenzar a hacer justicia.
El castigo previsto, para ser verdaderamente revolucionario y no resentido, se hará en relación al futuro y estará fundado básicamente en la inhibición de esas dañinas actividades. Seguramente habrá que clausurar las bolsas de valores, como antros de corrupción productiva y legislar adecuadamente para que toda ganancia proveniente de la producción entre capital y trabajo vaya nuevamente al mismo circuito. Habrá que reconocer de un modo nuevo el valor del trabajo humano en la producción, haciendo participar a todos los actores de la misma en los beneficios de dicha tarea. Habrá que entender el valor de “propiedad social” (educación, salud, entorno ambiental, etc.) que, siendo parte indispensable de la producción, debe ser también considerada con reciprocidad, invirtiéndose en ella para el bienestar común y dando libre acceso a todos a esta propiedad social. Habrá que ver al desarrollo tecnológico no como un botín a alcanzar para dominar a los demás, sino como la posibilidad conjunta de aumentar el tiempo “no económico” del ser humano, ampliando así sus posibilidades de desarrollo en esferas desligadas de la mera subsistencia. Y tantas otras medidas que surgirán fácilmente al abandonar la ilusión de conservar un sistema que ya no sirve.
En síntesis, habrá que comprender que la situación actual es el síntoma de decadencia y agonía de un sistema que – habiendo acaso cumplido su función histórica – ha llegado al momento de su descomposición. Junto a él, sin pena alguna, enterraremos la moral individualista que lo justifica. Así, se liberará el espíritu humano de ese cadáver y ascenderá hacia nuevos horizontes sociales e históricos.
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* Acerca del Autor: Javier Tolcachier Javier Tolcachier es investigador perteneciente al Centro Mundial de Estudios Humanistas, organismo del Movimiento Humanista. Reside en la provincia de Córdoba, Argentina